El ventilador del techo no lograba apaciguar el calor. Y lo peor
era esa humedad que ya le había empapado en sudor. Aun así, iba impecablemente vestido
con su chaqueta de lino colonial, su sombrero blanco. El portero del Hotel
Ambos Mundos (había ido allí tras la huella de Hemingway) lo vio salir indiferente,
con ese rostro sin expresión y esa guayabera fuera del tiempo. Los olores de la
noche del trópico dejaron paso a esos
otros a humanidad, tabaco y un deseo contenido dentro del local. Y allí la vio,
reinando desde el escenario. Pidió un ron, si solo sin hielo, desde la mesa más
cercana que pudo encontrar vacía. Ahora sólo cantaba para él, se contoneaba con
una lentitud que resaltaba las curvas de su vestido, rojo. En el tercer ron,
decidió desoír las advertencias del camarero, y mando al pilluelo de la calle a
por flores. Que importaba que aquel tipo tipo aburrido del fondo, con un
palillo entre los dientes, fuera su novio. El no pretendía evitar el destino.
Ese pensamiento le cogió llamando a la puerta de su camerino con un langido
ramo de flores en la mano. Cuando ella desnuda abrió la puerta, el no dijo nada.
Ella tampoco esperaba que le hablara.
Las flores quedaron debajo de ellos, desechas, únicos testigos de una pasión de
minutos que dan color a existencias mediocres.
Salió como vino, ajustándose el sombrero, sin mirar atrás.
Escribo esto para mi. Yo José Martí, inspector de policía de
La Habana, con pretensiones de escritor. El informe sobre el fallecimiento de
un americano, en un callejón cerca del Tropicana, ya está en la mesa de mis
superiores. He relatado las tres puñaladas mortales, esas flores destrozadas
sobre una chaqueta blanca llena de sangre. Nadie ha visto nada. Ahora me
dispongo a entrar en el cabaret cuando la noche cae sobre la ciudad, y el mar
rompe contra el malecón.