Es habitual
estos días ver en los medios de comunicación desahucios de viviendas propiedad
de los bancos. Son inquilinos que, perdido el trabajo y carentes de
otros recursos, son echados a la calle. Sin duda un drama, en que el poderoso
aplasta al débil. Y, aunque suele ser lo habitual, en muchos
otros casos, que no aparecen en los medios de comunicación, al que le
toca sufrir es al propietario.
Esta semana cuando el cerrajero forzaba la entrada de un céntrico local de Granada ni sus dueños ni la comisión del Juzgado
daban crédito a sus ojos. Una batalla parecía haberse librado allí. Esta cafetería bar
había sido destrozada a conciencia por sus inquilinos, que se habían dedicado
concienzudamente a desmontar el mostrador, arrancar el suelo, la instalación
eléctrica y la fontanería. Aún colgaban de las paredes la tabla de precios de
las raciones, y el inquilino en lo que parecía una broma macabra había
dejado botellas de vino sin abrir. El propietario, mientras esquiva la basura
en silencio, mientras su mujer llora sin parar. Ha acabado una pesadilla que ha
durado más de un año, en la que el inquilino ha utilizado todos los recursos
legales para mantenerse en el local y finalmente arruinarlo. El cerrajero había asistido el día
anterior a lanzamiento de un piso. En la puerta se habían agolpado un
grupo de personas para protestar por lo que consideraban un injusto desahucio,
y fue necesario que llegara la noche y se dispersara el grupo para que la
policía pudiera desalojar a los inquilinos morosos. La propietaria
era una anciana que completaba su raquítica pensión, con las
rentas que cobraba de ese piso.
Cuando el
propietario es la víctima, es una situación es más frecuente de lo que pueda
imaginarse Inquilinos que no pagan y se mantienen largos periodos de tiempo y que acaban destrozándolo todo, y frente a ellos propietarios que no son
entidades financieras o grandes corporaciones, sino que dependen de la renta
para la propia subsistencia.
La ley concede
recursos, obviamente, para solucionar esta problemática, pero son lentos y
muchas veces ineficaces. El inquilino incumplidor se transforma en insolvente,
por lo que una vez expulsado de la vivienda o local, buscará otra víctima con
la que repetir el ciclo, y no pagará lo anterior. Frente a los daños causados a su vivienda o local, el
propietario puede presentar denuncia penal, por daños, que se concreta en una
multa de seis a veinticuatro meses, de escasa trascendencia frente a un insolvente. Esta situación no cuenta con la alarma social que, justificadamente,
envuelve a los desahucios de vivienda, pero para sus afectados en muchos casos
los sitúa en un drama que personal, al privarles de su única fuente de
ingresos.