Son las dos de la mañana en el
aeropuerto de Dubái, hora punta. El vuelo procedente de Johannesburgo acaba de
tomar tierra. La última visión del avión que tiene el pasajero es la de unas
bellas, bellísimas, azafatas que lo despiden sonrientes. Después de ocho horas
de vuelo, no se ha movido un pelo de su cuidado peinado, y lucen un intenso
rojo en los labios. Parecería que han sido puestas aquí en el último momento,
contrastando con viajeros pugnando por
salir, como si quedasen en libertad tras un largo encierro.
La efervescencia del aeropuerto
empieza en las propias pistas. Un autobús recorre un mar de obras donde se
afanan legiones de obreros, y circulan vehículos en todos los sentidos. Por fin
se llega a la terminal, nuevo control de equipajes, pasillos, y … comienza el
espectáculo. Se accede a lo que parece un centro comercial en hora punta de
ventas navideñas. Todas las marcas de lujo conocidas, y algunas que no lo son
están allí. Algunas de existencia difícil de entender. La tienda del champagne
Moet Chandom, está atendida por cinco dependientes, y ningún cliente. Resulta
difícil ver algún comprador en la de Mont Blanc, aunque pasemos varias veces
delante. Dos personas atienden una tienda de venta de vinos a 200 dólares la
botella, y en otra encontramos teléfonos móviles de más de 40.000 dólares.
Estas boutiques especializadas cuentan con un mínimo porcentaje de visitas de los miles de asistentes del aeropuerto. Su
presencia obedece más a motivos de prestigio de marca que a ventas efectivas.
Quedan ahora siete horas para la
salida del siguiente vuelo. El aeropuerto también cuenta con Hoteles para estos
casos, a 50 dólares …. la hora. Salgamos a ver Dubái. Nos confirman que para
los españoles, entre otras nacionalidades el trámite es fácil. Vamos. Varios pasillos, un tren interior y un
mega ascensor después, llegamos a otra gigantesca sala de control de pasaportes,
donde la luz y los cientos de personas que allí se encuentran no hace pensar
que han pasado las tres de la madrugada. Emirates sigue la filosofía de que el
que paga debe tener un trato preferente. Así, la cola de la Clase Bussines está prácticamente vacía,
mientras la Economy tiene
proporciones alarmantes. A las cuatro de la madrugada, tras un rato sin
movimiento de la cola volvemos sobre nuestros pasos. Todo se encuentra abierto
y en efervescencia. ¿Café o cerveza?, nos hacemos la pregunta frente al nuevo
modelo de alta gama de BMW que se haya expuesto. Hacemos hora paseando, y nos
damos cuenta de que son las cinco y media, definitivamente: café. El camarero nos acoge amablemente, y media
hora después, ya retiradas las tazas, nos ha traído la cuenta. Dólares, euros,
moneda local, pueden pagar como quieran con tal de que se larguen. Un grupo de
chinos, cámara en ristre claro, se cruzan con dos árabes de túnica impoluta,
que al parecer se han levantado para ver sus negocios, y estos con una pareja enfundada
en chillonas camisetas recién adquiridas. Y es que han pasado ya de las seis de
la madrugada, es hora de buscar la puerta de embarque. Cuando llegamos han
empezado los trámites de embarque, a pesar de que falta más de una hora para la
salida del vuelo. Otras flamantes azafatas, con moños imposibles y un violento
rojo en los labios examinan los pasaportes. Cuando salimos de este ente con
vida propia que es el aeropuerto ya ha amanecido, y la temperatura en el
exterior debe ser de cuarenta grados. El autobús atraviesa obras, se cruza con trabajadores
y vehículos. Los aviones de Emirates se alinean para en breve conquistar el
mundo. Al subir al avión tenemos la sensación de haber vivido un espejismo de
una pocas horas. Los cuentos de las mil y una noches en versión petrodólares.