A la cala de San Pedro no llegan los
coches, si lo hacen las personas y las sensaciones del mejor mediterráneo. Esta cala almeriense
está situada entre Agua Amarga y Las
Negras, de donde salen las únicas sendas por las que se accede. Escogemos la primera
de ellas, el camino más duro y la llegada más gratificante.
En estas primeras horas de la mañana
el pueblo comienza a despertar, turistas madrugadores que quieren saborear el
alba o tomar el primer café entre parroquianos silenciosos. La jornada se
presenta calurosa, las rampas iniciales ya las suben algunos bañistas que con
neveras y sombrillas acuden a la cercana Cala de Enmedio. El primer alto para
ver las decenas de barcos fondeados en
la bahía de Agua Amarga. En un rato habremos llegado a la Cala del Plomo, la
más africana. Un camino de tierra con palmeras, antiguos huertos y al fondo el
mar, brillando con luz cegadora. Algunas caravanas han pasado allí la noche y
sus ocupantes reciben al salir un manotazo de calor y mar, con la banda sonora
de las cigarras. La playa lentamente se va empequeñeciendo y el litoral
desvelando, según avanzamos en la violenta y árida subida que nos aleja del
agua. El sol es el rey, y la temperatura avanza tan lenta y constantemente como
nosotros. El sudor que se desprende de todos los poros es la única humedad que
se percibe entre tierra y plantas tan
recias como el entorno. Y al fondo el mar, cambiando de color con las horas,
brillante, con matices y tonos en la lejanía. Ese
Mediterráneo que ahora nos parece perfecto, pero que ha sido testigo de más
derramamiento de sangre y dolor que cualquier otra agua del planeta.
Llevamos rato atravesando sendas solitarias, y cuando pensábamos en la desidratación, aparece la Cala de San Pedro. Al fondo de un barranco
se advierten sus aguas turquesas, la blanca arena de su playa, los restos del
Castillo de San Pedro y la vertiginosa senda que desciende. Conforme avanzamos se
definen sus ocupantes, personas y construcciones, edificadas con los años, y
que hoy ocupan los que pasan aquí largas temporadas. A estos se les distingue
con facilidad. Muy bronceados, por este casi sempiterno sol, a menudo lucen rastas y, de llevar alguna
ropa encima esta es ancha, con un inconfundible look años 60 del pasado
siglo. La prisa ha desaparecido, los días el sol y el mar, las noches la fogata
y la música.
Los último pasos en la arena, los primeros en
el agua y al sumergirnos es la catarsis. El sudor que nos empapa se diluye en
el mar, sentimos el roce del agua en nuestros músculos, en nuestra cara. El
agua nos acoge, volvemos al lugar del que nunca debíamos haber salido. Son
instantes de plenitud. Alzamos la vista y vemos la senda por la que habremos de
retornar. Nos sumergimos una vez. Cuando salimos a la orilla nos sentimos
plenos para el regreso. Aunque nuestro cuerpo protesta, rebelándose contra un
esfuerzo al que no encuentra sentido, nuestra mente está preparada. El camino a
la Cala de San Pedro nos ha conectado con nuestra parte de agua y soledad, con
la tierra y el mar.
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