Miró el móvil: otra vez las siete de
la mañana. Estaba despierto y sin trazas de volverse a dormir. Había desterrado
el despertador y el reloj, pero no el
hábito de la hora de ir al trabajo. Seguían todos durmiendo, por lo que intentó
ser lo más sigiloso posible. No lo logró. Cada uno de sus movimientos originaba
pequeños ruidos, cambios en ese orden del caos que era el apartamento.
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Sin
vacaciones no. En septiembre ya veremos.
Ese había sido el lema, que, como un
mantra, se había repetido hasta la saciedad. El resultado fue el alquiler por
una semana de este apartamento. Salón y un dormitorio, donde encajaron los
cinco miembros de la familia y además, si giraba el cuello por la
ventana, a lo lejos, permitía ver el mar.
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Total,
sólo será para dormir. Por la mañana la playa, por la tarde paseo marítimo,
cervecitas y buena siesta.
El guión parecía perfecto. Y además
se había cumplido. Aunque de los paseos
ya estaba cansado, la playa había sido lo peor. Cada mañana la
expedición necesaria para cubrir los quince minutos que separaban el apartamento
de la arena, siempre acababa en discusión. Algo que quedaba olvidado, un niño
que no había acabado el desayuno, la compra de cada día en el supermecado. Aún
era peor al llegar a la playa. Buscar un sitio para la sombrilla, vigilar a los
niños, sin olvidar esa cerveza entre esa
masa con olor a crema solar que invadía el chiringuito. Lo mejor esa
siesta de dos horas, de la que se levantaba aturdido.
Afortunadamente, pensaba mientras se
dirigía de puntillas al servicio, dentro de unas horas dejarían el apartamento.
Intentando esquivar unas toallas abandonadas en el suelo, dió una patada al
flotador que a su vez acabó golpeando a un niño. Este pensando que había sido
su hermano, que dormía en la misma cama, le dio una fuerte patada. De nada
sirvieron sus llamadas al orden, para que de pronto se formara una batalla
campal, con su mujer gritando a pleno pulmón.
Era la señal que esperaba. El momento
de largarse había llegado. A preparar las maletas y olvidar aquel maldito
apartamento. Por una vez todos estuvieron de acuerdo. ¿Quién habló de síndrome posvacacional?.
Su cuenta en el banco es la que iba a tener síndrome. Ahora había desaparecido
el miedo a la caravana de entrada a la ciudad y al primer día de trabajo que,
por el momento, todavía tenía. Cuando entregara la llave del apartamento,
habría dado el paso para volver a la añorada rutina.
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