Ellos lo llamaban "conciencia social". Los
tres se conocieron en aquel comedor, al que acudían todos los sábados por la
tarde, cuando aún no habían cumplido los dieciocho años. Entonces repartian manzanas a unos pocos mendigos, los de toda la vida, y algunos desconcertados inmigrantes
recién llegados al nuevo "el dorado" en que se había convertido el país.
Perdieron el contacto con el fin de los estudios, el
inicio del trabajo, y los frenéticos años siguientes. Al parecer "España
iba bien", y ellos también, la "conciencia social" quedó
aparcada en el garaje de su unifamiliar junto al coche alemán. Esto cambió en
los últimos meses. Resultaba imposible asistir al bombardeo diario de la
televisión sin intentar hacer algo.
Hoy los tres aparecen en los medios de comunicación.
Los mismos, con las arrugas de los años, el escepticismo y la fatiga
en la mirada. El primero de ellos preside un banco de alimentos, aparece en la
fotografía del diario sonriente junto a sus colaboradores, rodeado de cajas
y paquetes. Al segundo se le ve con las facciones desencajadas,
gritando a la policía, entre periodistas y vecinos que intentan evitar el
desahucio de una angustiada anciana. Al tercero también va con la policía, pero
delante y esposado, sale del registro de su oficina, tras descubrirse que hacía
suyas las subvenciones para indigentes que gestionaba. La manzana podrida.