La culpa la tuvo la televisión. Todos esos programas
donde aparecían españoles que habían iniciado una nueva vida en cualquier
rincón del mundo. Se les veía felices e integrados en el país, enseñando la
ciudad y su casa a la cámara. Durante su época laboral, esta opción sólo era
una lejana e idealizada posibilidad, que muchas noches se llevaba a la cama. A
la mañana siguiente el volvía a su tedioso puesto de trabajo de los últimos
veinte años, y su horizonte volvía a situarse en el fin de semana siguiente.
Los primeros meses tras el despido se acomodó a su
nueva vida, intentando sin mucha convicción encontrar un nuevo trabajo. El fin
del subsidio de desempleo llegó al fin, sin otro cambio que no fuera una
angustia por el futuro más inmediato. Cuando el juzgado le anuncio que en
veinte días perdería su casa, recordó a aquellos españoles felices de la
televisión, y con el último dinero se fue a Suiza.
Mientras espera que abra el albergue de caridad,
aterido de frio y hambriento, maldice su suerte y a la televisión. Sólo piensa en
contar con el dinero para regresar al calor de su tierra, donde espera otra
oportunidad.
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