Cada día el peso de la realidad es abrumador. La
televisión escupe inmisericorde una letanía de malas noticias y desgracias. Esa
conversación en el corto viaje del ascensor, ya no es sobre el tiempo, sino
sobre el desastre en que estamos inmersos. Diríase que la realidad nos ha
sumido en un estado de shock permanente. Estamos en un viaje, sin conductor ni
destino. En el paso a una nueva época nos resistimos a desprendernos del nivel
de vida y las comodidades que tan precariamente habíamos logrado. Lo vamos
haciendo lentamente, dejando girones de un traje que se va desgarrando.
Aparcada hace tiempo la religión como refugio final,
el resto de los referentes están cayendo en poco tiempo. Todo un sistema
político, la democracia, conseguido con tanto esfuerzo, comprobamos que está
podrido en todas sus instancias. Todo ello nos ha llevado a que no seamos el país
del mundo, ni de lejos, que está peor, pero sí de los que más han perdido la
ilusión. Asistimos con sorpresa y quizá envidia al funeral de Hugo Chaves en
Venezuela, donde hay gente que llora a un político, que cree en él. Y es que en
el fondo reclamos ilusión para avanzar, luces que nos hagan salir de la
negritud. A este paso les pediremos a nuestros políticos: "Ya no queremos
realidades, queremos promesas".
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