La sala de conferencias estaba a
rebosar. Nadie reparo en los fotógrafos que se interponen entre el orador y el
público, actúan con movimientos rápidos, arrastrando sus cámaras y bolsas con
objetivos. Pasados unos minutos la mayoría de ellos se marcha, sólo él queda
durante toda el acto, es el fotógrafo
oficial. En una esquina, mira el móvil sin atender. Comienza a andar y tropieza, pero nadie repara en él, es invisible.
Hace ya un tiempo que se encuentra
entre sorprendida y ligeramente molesta. Antes cuando paseaba por la calle
todos la miraban. La cabeza alta, el andar decidido y una cierta sensación de
actuar le proporcionaba satisfacción. A esta mujer, hoy de mediana edad, le
bastaba con ropa barata y ceñida, pelo largo y descuidado y exagerada pintura en los ojos,
para que los hombres giraran la cabeza. Ahora, piensa mientras regresa de la
compra, es distinto, ropa cuidadosamente elegida, y largos preparativos delante
del espejo no son suficientes. Se ha vuelto invisible. Invisible a las miradas
de deseo que despertaba.
Esta pareja se cruza en el pasillo de
la casa sin verse. Se turna en el baño mecánicamente. Se despide cada mañana,
sin mirarse, con un ¡hasta luego¡. Por la noche, sentados cada uno en su
sillón, no existe nada fuera de la televisión. En las noticias algún comentario, más bien reflexión en voz alta,
que no es respondido. Viven juntos,
pero se han vuelto invisibles el uno para el otro.
Hoy, todas las cadenas repiten una y
otra vez las imágenes de ese fotógrafo invisible que ha tropezado y caído sobre
el orador arrastrándolo. Ha sido su minuto de gloria, después de tantos años de
anónima profesión. Al volver a casa, su invisible mujer, recién llegada del supermercado,
lo ha mirado a los ojos y ambos, como hacía mucho tiempo, se han visto. Por la
noche han vuelto a ver las imágenes entre risas. Antes de dormirse han hecho el
amor.
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