El
verano del 63 fue mágico. Parecía que iba a ser uno más en que los días se sucedían iguales. Las mañanas en la
playa, dejando transcurrir el tiempo hasta el almuerzo. Y mientras los padres
dormían una siesta arrullados por las cigarras, él vivía las historias que
otros habían plasmado en los libros. Su imaginación iba volando hasta que la
tarde declinaba, y los fuertes olores de las flores le hacían salir con los
amigos. Y precisamente una noche fue cuando la vio por primera vez. Había
vuelto al pueblo, después de muchos años desde que su familia emigrara a
Francia. Al principio no la reconoció, era imposible que aquella mocosa, a la
que apenas cinco años atrás sólo pensaba en molestar, se hubiera convertido en
esta esplendida mujer. La curiosidad inicial se convirtió en atracción sólo al
mirarse. Luego vino el mar. Entonces la playa estaba igual que en el principio
de los tiempos, sólo agua, tierra reseca, y arena sobre la que batían las olas.
Nada más. A las cuatro de la tarde, mientras todos dormían, ellos eran los
únicos espectadores de este mundo virgen. Le contaba a ella las historias de
sus libros, sus proyectos de futuro. El tiempo detenido se reanudaba con la
llegada de los primeros bañistas. Niños vigilados por padres que habían
esperado dos horas después de la comida, y ahora se lanzaban al agua.
-
Mañana nos vamos. Mi abuela se ha puesto
enferma.
Desde
esas palabras pasaron veinte años hasta volver a verla. Sucedió en un hospital
de Turquia. Recordaba que su primera sensación al recobrar la conciencia, fue haber
llegado a la vida que debía existir después de la muerte. No había dolor. Un
blanco etéreo lo presidía todo, nubes transparentes, que lentamente empezaron a
disiparse, hasta que tomó conciencia de estar en una cama. Miró alrededor y la vio.
Cerró los ojos, y al volver a abrirlos se unieron a los de ella. En otra cama,
lo miraba como si lo esperara desde hacía tiempo. Los blancos de las paredes
fueron cobrando forma, y ahora percibió que algo no encajaba con su idea del
paraíso. Aparecieron ante sus ojos cables, goteros y monitores, y más camas.
-
Welcome sir.
Fue
lo único que entendió de lo que le dijo una sonriente enfermera.
-
Dice que estás mejor, que te recuperarás, y en pocos días estarás
en tu casa.
Continuó
explicándole que dos globos aerostáticos en los que sobrevolaban la Capadocia,
habían chocado y caído al suelo. Otros pasajeros no habían tenido tanta suerte
como ellos, y ahora se encontraban en la sala de urgencias de ese hospital
turco.
-
¿Qué ha pasado con mi mujer?.
Ella
bajo la vista al suelo, y le contestó que no había habido más supervivientes. Ahora
recuerda el ahogo y la sensación de humedad en su rostro. La caída al infierno.
Todavía
estuvieron una semana más en el hospital. Su cuerpo iba mejorando, y su mente se iba absorbiendo
de ella. Ya cada uno en su habitación, se juntaban para pasear por el pasillo.
Al principio fueron las historias de sus vidas, que ambos devoraron, para
comprobar que, como en el tango, “veinte años no es nada”. El le contó que el
viaje fue el último intento de salvar un matrimonio que ya había naufragado.
Ella que la idea de vincularse a alguien le daba miedo. Quizá algún día. Le
confesó que en su vida siempre había existido un hilo, invisible, sutil, que le
unía a aquel verano del 63.
Cuando
recibieron al alta, decidieron probar. También
allí estaba el mediterráneo, el mismo azul. Aquellos días en la goleta fueron
mágicos, retornaron a la adolescencia desde la madurez. Estaban en una edad
atemporal, lo mejor de cada periodo de la vida. Cada día el hijo del capitan del barco pescaba para ellos.
Los gestos sustituyeron a un idioma, que ninguno de los cuatro pasajeros del
barco tenía en común, ni hacía falta. Algunas veces desembarcaban en aquellos
pequeños pueblos, donde tomaban retsina, ese vino blanco griego que había
absorbido el aroma de los pinos que rozaban el mar. No hablaban del futuro, sólo había un presente
que hasta el último día querían que fuera eterno. En el mismo aeropuerto,
cuando se despidieron, pensó que jamás volvería a verla.
-
Nos llamamos.
Desde
esas últimas palabras han pasado más de veinte años. Otra vez esa cifra. Desde
entonces todo fue a peor. Se vida se hundió en un pozo de amargura en que cada
vez era menos lo que le quedaba. Hacía tiempo que estaba sólo, muy sólo en unos
días que caían como pesadas losas. Había cambiado varias veces de ciudad,
esperando una nueva vida que lo redimiera, y que no acababa de llegar. Y entonces
la vio, desde el ventanal del bar donde dejaba que transcurriera la tarde. Los
años la habían cambiado, pero como el tiempo debería de pasar por las personas,
dando serenidad y sabiduría, aceptando los sinsabores, pero también las
experiencias de una vida plena. Si, ese era su aspecto, y cuando se miró en el
espejo sólo vió desencanto en su rostro, el rastro de muchas batallas perdidas.
Aquella vez no se atrevió a acercarse.
De eso hace una semana. Siete días
de obsesión. La lucha entre el temor y el deseo la ganó el último. El segundo día
recompuso lo mejor que pudo los estragos del tiempo. Quedó razonablemente satisfecho
con su nueva imagen, y un rostro que
ahora reflejaba emoción. Ese encuentro casual en la calle que buscó después de
armarse de valor, fue sólo el inicio. Ella seguía sola y, aunque confusa al
inicio, también se dejó llevar por ese mar de sensaciones rescatadas del fondo
del baul de su mente. Y es precisamente al mar, para donde juntos emprenden
viaje esta mañana. Tiene miedo, ya no hay veinte años más por delante. Pero
cree, en el destino, y en las señales. ¿Qué puede ser sino esa gaviota que ha
visto esta mañana volando a muchos kilómetros de su playa?.