domingo, 15 de diciembre de 2013

EL DESTINO


 
El verano del 63 fue mágico. Parecía que iba a ser uno más en que los  días se sucedían iguales. Las mañanas en la playa, dejando transcurrir el tiempo hasta el almuerzo. Y mientras los padres dormían una siesta arrullados por las cigarras, él vivía las historias que otros habían plasmado en los libros. Su imaginación iba volando hasta que la tarde declinaba, y los fuertes olores de las flores le hacían salir con los amigos. Y precisamente una noche fue cuando la vio por primera vez. Había vuelto al pueblo, después de muchos años desde que su familia emigrara a Francia. Al principio no la reconoció, era imposible que aquella mocosa, a la que apenas cinco años atrás sólo pensaba en molestar, se hubiera convertido en esta esplendida mujer. La curiosidad inicial se convirtió en atracción sólo al mirarse. Luego vino el mar. Entonces la playa estaba igual que en el principio de los tiempos, sólo agua, tierra reseca, y arena sobre la que batían las olas. Nada más. A las cuatro de la tarde, mientras todos dormían, ellos eran los únicos espectadores de este mundo virgen. Le contaba a ella las historias de sus libros, sus proyectos de futuro. El tiempo detenido se reanudaba con la llegada de los primeros bañistas. Niños vigilados por padres que habían esperado dos horas después de la comida, y ahora se lanzaban al agua.
-        Mañana nos vamos. Mi abuela se ha puesto enferma.
Desde esas palabras pasaron veinte años hasta volver a verla. Sucedió en un hospital de Turquia. Recordaba que su primera sensación al recobrar la conciencia, fue haber llegado a la vida que debía existir después de la muerte. No había dolor. Un blanco etéreo lo presidía todo, nubes transparentes, que lentamente empezaron a disiparse, hasta que tomó conciencia de estar en una cama. Miró alrededor y la vio. Cerró los ojos, y al volver a abrirlos se unieron a los de ella. En otra cama, lo miraba como si lo esperara desde hacía tiempo. Los blancos de las paredes fueron cobrando forma, y ahora percibió que algo no encajaba con su idea del paraíso. Aparecieron ante sus ojos cables, goteros  y monitores, y más camas.
-        Welcome sir.
Fue lo único que entendió de lo que le dijo una sonriente enfermera.
-        Dice que estás mejor,  que te recuperarás, y en pocos días estarás en tu casa.
Continuó explicándole que dos globos aerostáticos en los que sobrevolaban la Capadocia, habían chocado y caído al suelo. Otros pasajeros no habían tenido tanta suerte como ellos, y ahora se encontraban en la sala de urgencias de ese hospital turco.
-        ¿Qué ha pasado con mi mujer?.
Ella bajo la vista al suelo, y le contestó que no había habido más supervivientes. Ahora recuerda el ahogo y la sensación de humedad en su rostro. La caída al infierno.
Todavía estuvieron una semana más en el hospital. Su cuerpo iba mejorando, y su mente  se  iba absorbiendo de ella. Ya cada uno en su habitación, se juntaban para pasear por el pasillo. Al principio fueron las historias de sus vidas, que ambos devoraron, para comprobar que, como en el tango, “veinte años no es nada”. El le contó que el viaje fue el último intento de salvar un matrimonio que ya había naufragado. Ella que la idea de vincularse a alguien le daba miedo. Quizá algún día. Le confesó que en su vida siempre había existido un hilo, invisible, sutil, que le unía a aquel verano del 63.
Cuando recibieron al alta,  decidieron probar. También allí estaba el mediterráneo, el mismo azul. Aquellos días en la goleta fueron mágicos, retornaron a la adolescencia desde la madurez. Estaban en una edad atemporal, lo mejor de cada periodo de la vida. Cada día el  hijo del capitan del barco pescaba para ellos. Los gestos sustituyeron a un idioma, que ninguno de los cuatro pasajeros del barco tenía en común, ni hacía falta. Algunas veces desembarcaban en aquellos pequeños pueblos, donde tomaban retsina, ese vino blanco griego que había absorbido el aroma de los pinos que rozaban el mar.  No hablaban del futuro, sólo había un presente que hasta el último día querían que fuera eterno. En el mismo aeropuerto, cuando se despidieron, pensó que jamás volvería a verla.
-        Nos llamamos.
Desde esas últimas palabras han pasado más de veinte años. Otra vez esa cifra. Desde entonces todo fue a peor. Se vida se hundió en un pozo de amargura en que cada vez era menos lo que le quedaba. Hacía tiempo que estaba sólo, muy sólo en unos días que caían como pesadas losas. Había cambiado varias veces de ciudad, esperando una nueva vida que lo redimiera, y que no acababa de llegar. Y entonces la vio, desde el ventanal del bar donde dejaba que transcurriera la tarde. Los años la habían cambiado, pero como el tiempo debería de pasar por las personas, dando serenidad y sabiduría, aceptando los sinsabores, pero también las experiencias de una vida plena. Si, ese era su aspecto, y cuando se miró en el espejo sólo vió desencanto en su rostro, el rastro de muchas batallas perdidas. Aquella vez no se atrevió a acercarse.
               De eso hace una semana. Siete días de obsesión. La lucha entre el temor y el deseo la ganó el último. El segundo día recompuso lo mejor que pudo los estragos del tiempo. Quedó razonablemente satisfecho con su nueva imagen,  y un rostro que ahora reflejaba emoción. Ese encuentro casual en la calle que buscó después de armarse de valor, fue sólo el inicio. Ella seguía sola y, aunque confusa al inicio, también se dejó llevar por ese mar de sensaciones rescatadas del fondo del baul de su mente. Y es precisamente al mar, para donde juntos emprenden viaje esta mañana. Tiene miedo, ya no hay veinte años más por delante. Pero cree, en el destino, y en las señales. ¿Qué puede ser sino esa gaviota que ha visto esta mañana volando a muchos kilómetros de su playa?.

sábado, 14 de diciembre de 2013

MANDELA Y LA VIOLENCIA


El guardia de seguridad de una de las puertas del Emperors Palace de Johannesburgo estaba feliz, contaba a todo el que quisiera oírlo que su número de trabajador, era el mismo que llevó cuando estuvo preso Nelson Mandela, el 46664. El  trabajo  de Tony, así decía llamarse, consistía en vigilar unos de los  accesos a este casino y emporio del ocio, autodenominado “Las Vegas de África”, el más grande del continente. Johannesburgo pasa por ser una de las ciudades más peligrosas del mundo, y el Complejo Emperors un bunker supervigilado, por lo que Tony no temía quedarse sin trabajo. El riesgo estaba en las calles, y en su barrio/ciudad de Soweto, y las peores horas en madrugada, cuando después del trabajo se dirigía a casa, y merodeaban bandas de atracadores.   Ahora cuando ya había pasado bastantes años del fin del apartheid, vivía en la misma casa,  su familia había crecido, y seguía sin tener dinero, pero se consideraba un hombre libre. Y ello se lo debía a Mandela.

Michael también trabaja en el casino. Es uno de los pocos  recepcionistas blancos que quedan. Ve el futuro con escepticismo, y aunque piensa que el régimen del apartheid era improrrogable,  y contrario a la historia, su situación no ha mejorado. Ahora muchas veces se siente un extraño en su país, y con la discriminación positiva a favor de los negros en marcha, duda cuanto tiempo conservará su puesto de trabajo.

Y es que a  Michael, le gusta la historia. Y en especial la de sus antepasados afrikáners. Siempre con la Biblia y el rifle en la mano, dispuestos a defenderse y atacar cuando era necesario. Su historia está plagada de batallas, luchas contra un entorno hostil, y enemigos que querían ocupar un territorio que consideraban suyo. Cuando finalmente se decretó el fin del apartheid, pensó que la violencia iba a volver a apoderarse de su vida, que debían organizarse los blancos para luchar contra los que no tenían su mismo color. Reconoce que Mandela, evitó un baño de sangre y que, aunque la situación dista de ser la ideal, al menos tienen su acomodo en Sudáfrica, el último sitio de África para  el blanco.

Y es que Mandela, premio nobel de la Paz, no dudó en defender la violencia, como una forma de obtener objetivos políticos. En su famoso alegato de defensa en 1964, ante el Tribunal que lo condenaría a cadena perpetua decía “Llegue a la conclusión de que puesto que la violencia en este país era inevitable, sería poco realista seguir predicando la paz y la no violencia”. Luego matizaba su discurso, en el sentido de que no iba dirigida contra las personas, sino contra intereses económicos. Pero también señalaba que su partido “había pasado medio siglo luchando contra el racismo. Cuando triunfe, no cambiará”.

Lo que realmente ha hecho a Mandela único en el mundo, y objeto de una generalizada admiración, es este mantenimiento de los ideales, y la renuncia a la venganza. Veintisiete años en una prisión, no le dejaron en el alma un poso de amargor, y un deseo de ajustar cuentas con el pasado. Christo Brand fue su carcelero. Lo llamaba Sr. Brand, mientras que esté se dirigía a él simplemente como Nelson. Varios años después de salir de la cárcel, la relación entre ambos continuó. El antiguo carcelero fue invitado a la tercera boda del ahora Presidente del país, respondiendo con una invitación a su conocer a su familia, y cuando uno de sus hijos murió en accidente de tráfico, Mandela acudió personalmente a darle el pésame.

Tampoco es frecuente encontrar un sentimiento de búsqueda de la concordia, como el de Mandela. La película de Clint Eastwood, Invictus, narra la historia de cómo en los Campeonatos del mundo de rugby de 1995 en Sudáfrica el ya presidente de la nación, unió a las comunidades blanca y negra en torno a su selección nacional, hasta ese momento reducto de los blancos del país.

Ahora Sudáfrica se siente huérfana, Tony, Michael, el Sr. Brand han perdido un nexo de unión con la coherencia. Mandela no ha hecho milagros en la vida de ninguno, y su día a día es muy parecido al de hace unos años. Los blancos continúan viviendo en los mejores barrios, y millones de personas de color en los townships, barrios solo para negros. Sigue, y seguirá  habiendo violencia. Pero todos, blancos y negros, saben que dentro del género humano hay personas digna de respeto, y quizá se sientan afortunadas porque una de ellas alguna vez formó parte de sus vidas, e hizo que no entraran en el pozo del odio y la sangre.