sábado, 28 de septiembre de 2013

Migraciones


El día 27 de agosto el halcón abejero que había sido anillado con el  número 41.504 salió de Alemania. Cuando lleva un mes volando, lo peor del viaje ha pasado. Atrás quedan los días del interminable desierto del Sahara, y ese momento en que tras unos fuertes ruidos algunos de sus compañeros de viaje cayeron al suelo. Tuvo que elevar la altura de vuelo para poder encontrar temperaturas más frías, luchar contra el cansancio, la sed y el hambre. Ahora, aunque aún queda lejos, puede sentir el mar del Golfo de Guinea, donde acabará su viaje.

También el día 27 de agosto, de madrugada, Theodor V., se despedía de la familia, para ir andando al autobús en el que haría los primeros dos mil kilómetros de su viaje a Alemania. Acaba de llamarle desde Berlín su primo Joseph, preocupado por su retraso. Allí, las cosas están complicadas, pero nada que ver con el lugar donde estuvo hace unos días. Por el teléfono móvil, que inexplicablemente aún conserva, le va contando lentamente y sin emoción, a Joseph, su secuestro en Mali. Creyó haber llegado al final, cuando los tuaregs lo amenazaron con matarlo, pues si no poseía nada no les servía. Tuvo que entregar el poco dinero que llevaba, y atravesando el desierto en Argelia vio el infierno. Ahora está escondido en Marruecos, y esta noche intentará saltar la valla en Melilla, primer paso hacia Europa. Por el momento todo es un sueño.

Las migraciones en los animales, no son simples trayectos al azar. Son viajes colectivos que exigen una inquebrantable voluntad, inserta en el instinto y en los genes de la especie. El biólogo Hugh Dingle ha señalado algunas características comunes a todas ellas. Son lineales,  exigen una sobrealimentación previa que compense el fuerte gasto de energía durante el viaje, y sobre todo un inquebrantable deseo de llegar al final. El viajero no se dejará distraer por las tentaciones, ni lo frenarán obstáculos que intimidarían a otros animales. En el horizonte un futuro mejor, que lo justifica.

El halcón abejero número 41.504 siente que descansará más tarde, que se saciará de comer y que después copulará. Ahora sólo repite los mismos movimientos mecánicos, el mismo aleteo  una y otra vez.

Para Theodor V. todo es peor, porque puede pensar. Comparte con el ave el instinto genético que lo lleva a la migración y la firme voluntad de  conseguir un objetivo. Donde otros ya habrían abandonado el sigue. Pero, al contrario del animal, conoce las dificultades y tiene que luchar contra un factor añadido, la desesperanza.  El afán de avanzar de cada día no es ciego, y los recursos que tiene que poner en juego son mucho mayores. Y lo que es peor, su objetivo no es ese paraíso en el que podrá saciar el hambre, reproducirse y criar a su prole, como lo es en el ave. Es algo lleno de incógnitas en las que prefiere no pensar, y concentrarse en la lucha que tendrá esta noche con la policía española.

En el mismo momento que el halcón abejero número 41.504 y Theodor V. intentan acercarse a su destino, millones de grullas se dirigen al ártico, los ñus azules en Tanzania buscan los tiernos prados en la última gran migración terrestre el mundo, y las ballenas azules recorren 8.000 kms. en busca de las cálidas aguas del Golfo de México. Migrar está en el ADN de personas y animales y, algún día, podemos ser nosotros los que lo hagamos.


 

sábado, 21 de septiembre de 2013

De safari con Boris


El apretón de manos de Boris es fuerte, pero no asfixiante, el grado de presión que denota franqueza, sin caer en el exceso de un absurdo ego. Este guía del Parque Kruger en Sudáfrica, con el pasaremos un día de safari, responde a la idea que tenemos forjada del cazador blanco. Alto, compacto de mandíbula cuadrada y firme barriga.

-        Boris es un nombre ruso?, preguntamos para romper el hielo.

-        Alemán, hace varias generaciones que mi familia llegó aquí.

Nos responde, mirándonos con sus  ojos azules. Esa mirada, que no está quieta en ningún momento, es el resultado de sus veinticinco años de guía. Desde el amanecer, conduce a los turistas, intentando  que fotografíen a los esquivos animales de la sabana africana.

-        También llevarás a los cazadores?

-        Ya no, prefiero que los animales sigan vivos.

El Kruger es el mayor parque natural de Africa, con una distancia entre sus extremos de casi cuatrocientos Kilómetros. Nos encontramos en el sur, en la parte arbolada, con arbustos, donde los animales encuentran cobijo, para esconderse, mimetizándose con el entorno, o acechar a sus presas.

Boris ha conducido el todoterreno a lo alto de un monte. Mientras divisamos la inmensa sabana, regresa con una pequeña planta completamente seca.

-        Cuando termine hoy nuestro safari, estará verde.

Ante nuestra incredulidad, la riega con unas gotas de agua mineral, y la guarda en el maletero en una bolsa de plástico.

-        Hoy podremos ver a los cinco grandes?.

-        Este es mi compromiso, aunque no os quedéis sólo en eso, mirad toda la vida, aves, plantas.

Los big five, león, elefante, bufalo, rinoceronte y leopardo, son el mito de todo cazador. Nos son los animales más “grandes”, sino los más peligrosos de cazar, aquellos que no te conceden una segunda oportunidad, que no admiten errores después de atacarlos. El primero en aparecer es el elefante, inmenso, tranquilo, dedicado a deglutir sus doscientos kilos de hierba diaria. Ha arrasado los arbustos y pequeños árboles de su entorno, y continua haciéndolo  con los que están junto al coche, mientras nos observa sin interés. En su lomo unos pajaros blancos, los picotean. Ambos se benefician: mientras unos los desparasitan, los otros les proporcionan alimento. Muy cerca un grupo de rinocerontes. Con voz muy baja, Boris nos enseña montañas de excrementos con los que han limitado su territorio. Ello no los ha librado de ser los más perseguidos de todos por su cuerno, a los que muchos asiáticos atribuyen propiedades curativas y afrodisiacas. La plaga africana del furtivismo se ceba especialmente en este animal, erradicado ya de muchos lugares.

 
De repente detiene el vehículo, saca los prismáticos, y señala a la la lejanía.

-        El leopardo.

 Susurra, aunque es imposible que nos pueda oir a esa distancia. Recostado en una roca, solitario, aparentemente relajado. Bello e inquietante, lejano.

-        Es mi preferido. Cada mañana es una oportunidad que empieza. Es como yo.

La imagen del animal le ha animado a hablarnos de su vida. El coche en el que vamos no es suyo, ni los prismáticos. Sólo le pertenece lo que lleva encima. Y, en cierta medida, la sabana que es su pasión. Le gustan los animales, más que las personas. Le gusta la cerveza, y si alguna vez siente la nostalgia, abre una nueva, y sigue abriendo hasta que desaparece. Entonces cierra los ojos, y ve a su leopardo.

-        Dentro de unos años el país será de los negros, son muchos más que nosotros. Ya ha pasado en Zimbaue.

Sale de su ensoñación, y nos pide silencio, a pesar de ser el único que habla. Detiene el motor, donde una sombra se mueve silenciosamente entre los arbustos.

-        Una leona.

Aparece por el camino, andando perezosamente, le siguen dos leonas más.  Pasan junto al coche, sin importarles nuestra presencia. Una de ellas se detiene y mira hacia atrás, espera al león. Cuando llega a su lado restriega su hocico, contra el lomo del de la cabellera, y ambos siguen juntos.

Emocionados, no dejamos de fotografiarlos, mientras Boris pone el coche en marcha, y los sigue lentamente. La manada continua por el camino, enseñando desdeñosamente el trasero a esos estúpidos e inofensivos humanos, resguardados en sus vehículos. Como llegaron, se internan en el matorral y los perdemos de vista.

Mientras saboreamos el momento, Boris ha detenido a otro coche, y en afrikaner, su lengua natal, le cuenta el hallazgo. Un colega, al que señala donde encontrar los leones.

Absorbiendo las emociones del día, llegamos al bar de Joao. Un portugués, al que la revolución expulsó de Mozanbique. Bromea con Boris, mientras nos prepara una hamburguesa de carne de antílope.

-        Cerveza ahora no, estoy de servicio. Nos dice Boris.

-        Pero sólo por ahora. Aclara riendo Joao.

Antes de despedirnos nos entrega una libretita donde, como otros viajeros escribimos las impresiones del día.

-        Es sólo para el negocio, para enseñarlo a otros viajeros. Las sensaciones las guardo aquí. Dice y se señala la frente, mientras nos decimos adiós con un abrazo.

Hace un buen rato que nos hemos despedido, y hablamos en ese momento de Boris delante de una de esas cervezas que tanto le gustan, cuando lo vemos aparecer a lo lejos. En la mano trae una planta, de un verde brillante.

-        Mirad la transformación. Es la planta seca de esta mañana.

Cuando ya llevaba más de una hora de carretera a su casa, volvió sobre sus pasos. Algo le faltaba al día, mostrar el  milagro de la renovación, el triunfo de la vida.

 

 

 

sábado, 7 de septiembre de 2013

Camino a la Cala de San Pedro


 
A la cala de San Pedro no llegan los coches, si lo hacen  las personas y las sensaciones del mejor mediterráneo. Esta cala almeriense está situada  entre Agua Amarga y Las Negras, de donde salen las únicas sendas por las que se accede. Escogemos la primera de ellas, el camino más duro y la llegada más gratificante.

En estas primeras horas de la mañana el pueblo comienza a despertar, turistas madrugadores que quieren saborear el alba o tomar el primer café entre parroquianos silenciosos. La jornada se presenta calurosa, las rampas iniciales ya las suben algunos bañistas que con neveras y sombrillas acuden a la cercana Cala de Enmedio. El primer alto para ver las decenas de  barcos fondeados en la bahía de Agua Amarga. En un rato habremos llegado a la Cala del Plomo, la más africana. Un camino de tierra con palmeras, antiguos huertos y al fondo el mar, brillando con luz cegadora. Algunas caravanas han pasado allí la noche y sus ocupantes reciben al salir un manotazo de calor y mar, con la banda sonora de las cigarras. La playa lentamente se va empequeñeciendo y el litoral desvelando, según avanzamos en la violenta y árida subida que nos aleja del agua. El sol es el rey, y la temperatura avanza tan lenta y constantemente como nosotros. El sudor que se desprende de todos los poros es la única humedad que se percibe entre tierra  y plantas tan recias como el entorno. Y al fondo el mar, cambiando de color con las horas, brillante,  con matices y tonos en la lejanía. Ese Mediterráneo que ahora nos parece perfecto, pero que ha sido testigo de más derramamiento de sangre y dolor que cualquier otra agua del planeta.
Llevamos rato atravesando sendas solitarias, y  cuando pensábamos en la desidratación, aparece la Cala de San Pedro. Al fondo de un barranco se advierten sus aguas turquesas, la blanca arena de su playa, los restos del Castillo de San Pedro y la vertiginosa senda que desciende. Conforme avanzamos se definen sus ocupantes, personas y construcciones, edificadas con los años, y que hoy ocupan los que pasan aquí largas temporadas. A estos se les distingue con facilidad. Muy bronceados, por este casi sempiterno  sol, a menudo lucen rastas y, de llevar alguna ropa encima esta es ancha, con un inconfundible look años 60 del pasado siglo. La prisa ha desaparecido, los días el sol y el mar, las noches la fogata y la música.
 
Los último pasos en la arena, los primeros en el agua y al sumergirnos es la catarsis. El sudor que nos empapa se diluye en el mar, sentimos el roce del agua en nuestros músculos, en nuestra cara. El agua nos acoge, volvemos al lugar del que nunca debíamos haber salido. Son instantes de plenitud. Alzamos la vista y vemos la senda por la que habremos de retornar. Nos sumergimos una vez. Cuando salimos a la orilla nos sentimos plenos para el regreso. Aunque nuestro cuerpo protesta, rebelándose contra un esfuerzo al que no encuentra sentido, nuestra mente está preparada. El camino a la Cala de San Pedro nos ha conectado con nuestra parte de agua y soledad, con la tierra y el mar.


domingo, 1 de septiembre de 2013

El último dia de las vacaciones


 
Miró el móvil: otra vez las siete de la mañana. Estaba despierto y sin trazas de volverse a dormir. Había desterrado el despertador y el reloj, pero no  el hábito de la hora de ir al trabajo. Seguían todos durmiendo, por lo que intentó ser lo más sigiloso posible. No lo logró. Cada uno de sus movimientos originaba pequeños ruidos, cambios en ese orden del caos que era el apartamento.

-        Sin vacaciones no. En septiembre ya veremos.

Ese había sido el lema, que, como un mantra, se había repetido hasta la saciedad. El resultado fue el alquiler por una semana de este apartamento. Salón y un dormitorio, donde encajaron los cinco miembros de la familia y además, si giraba el cuello por la ventana, a lo lejos, permitía ver el mar.

-        Total, sólo será para dormir. Por la mañana la playa, por la tarde paseo marítimo, cervecitas y buena siesta.

El guión parecía perfecto. Y además se había cumplido. Aunque de los  paseos ya estaba cansado, la playa había sido lo peor. Cada mañana la expedición necesaria para cubrir los quince minutos que separaban el apartamento de la arena, siempre acababa en discusión. Algo que quedaba olvidado, un niño que no había acabado el desayuno, la compra de cada día en el supermecado. Aún era peor al llegar a la playa. Buscar un sitio para la sombrilla, vigilar a los niños, sin olvidar esa cerveza  entre esa masa con olor a crema solar que invadía el chiringuito. Lo mejor esa siesta de dos horas, de la que se levantaba aturdido.

Afortunadamente, pensaba mientras se dirigía de puntillas al servicio, dentro de unas horas dejarían el apartamento. Intentando esquivar unas toallas abandonadas en el suelo, dió una patada al flotador que a su vez acabó golpeando a un niño. Este pensando que había sido su hermano, que dormía en la misma cama, le dio una fuerte patada. De nada sirvieron sus llamadas al orden, para que de pronto se formara una batalla campal, con su mujer gritando a pleno pulmón.

Era la señal que esperaba. El momento de largarse había llegado. A preparar las maletas y olvidar aquel maldito apartamento. Por una vez todos estuvieron de acuerdo. ¿Quién habló de síndrome posvacacional?. Su cuenta en el banco es la que iba a tener síndrome. Ahora había desaparecido el miedo a la caravana de entrada a la ciudad y al primer día de trabajo que, por el momento, todavía tenía. Cuando entregara la llave del apartamento, habría dado el paso para volver a la añorada rutina.