sábado, 7 de septiembre de 2013

Camino a la Cala de San Pedro


 
A la cala de San Pedro no llegan los coches, si lo hacen  las personas y las sensaciones del mejor mediterráneo. Esta cala almeriense está situada  entre Agua Amarga y Las Negras, de donde salen las únicas sendas por las que se accede. Escogemos la primera de ellas, el camino más duro y la llegada más gratificante.

En estas primeras horas de la mañana el pueblo comienza a despertar, turistas madrugadores que quieren saborear el alba o tomar el primer café entre parroquianos silenciosos. La jornada se presenta calurosa, las rampas iniciales ya las suben algunos bañistas que con neveras y sombrillas acuden a la cercana Cala de Enmedio. El primer alto para ver las decenas de  barcos fondeados en la bahía de Agua Amarga. En un rato habremos llegado a la Cala del Plomo, la más africana. Un camino de tierra con palmeras, antiguos huertos y al fondo el mar, brillando con luz cegadora. Algunas caravanas han pasado allí la noche y sus ocupantes reciben al salir un manotazo de calor y mar, con la banda sonora de las cigarras. La playa lentamente se va empequeñeciendo y el litoral desvelando, según avanzamos en la violenta y árida subida que nos aleja del agua. El sol es el rey, y la temperatura avanza tan lenta y constantemente como nosotros. El sudor que se desprende de todos los poros es la única humedad que se percibe entre tierra  y plantas tan recias como el entorno. Y al fondo el mar, cambiando de color con las horas, brillante,  con matices y tonos en la lejanía. Ese Mediterráneo que ahora nos parece perfecto, pero que ha sido testigo de más derramamiento de sangre y dolor que cualquier otra agua del planeta.
Llevamos rato atravesando sendas solitarias, y  cuando pensábamos en la desidratación, aparece la Cala de San Pedro. Al fondo de un barranco se advierten sus aguas turquesas, la blanca arena de su playa, los restos del Castillo de San Pedro y la vertiginosa senda que desciende. Conforme avanzamos se definen sus ocupantes, personas y construcciones, edificadas con los años, y que hoy ocupan los que pasan aquí largas temporadas. A estos se les distingue con facilidad. Muy bronceados, por este casi sempiterno  sol, a menudo lucen rastas y, de llevar alguna ropa encima esta es ancha, con un inconfundible look años 60 del pasado siglo. La prisa ha desaparecido, los días el sol y el mar, las noches la fogata y la música.
 
Los último pasos en la arena, los primeros en el agua y al sumergirnos es la catarsis. El sudor que nos empapa se diluye en el mar, sentimos el roce del agua en nuestros músculos, en nuestra cara. El agua nos acoge, volvemos al lugar del que nunca debíamos haber salido. Son instantes de plenitud. Alzamos la vista y vemos la senda por la que habremos de retornar. Nos sumergimos una vez. Cuando salimos a la orilla nos sentimos plenos para el regreso. Aunque nuestro cuerpo protesta, rebelándose contra un esfuerzo al que no encuentra sentido, nuestra mente está preparada. El camino a la Cala de San Pedro nos ha conectado con nuestra parte de agua y soledad, con la tierra y el mar.


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